Lo primero que llama la atención es el calor. Pegado a las piedras del castillo, sube desde el suelo como si el tiempo no pasara por ahí. En lo alto, el viento trae ecos de pasos y órdenes antiguas. Pasillos estrechos. Túneles que se oscurecen con cada paso. Una sensación extraña: estás frente a un lugar que fue hecho para la guerra, y eso se nota.
El recorrido empieza en el Castillo de San Felipe, una estructura que no se impone solo por su tamaño, sino por lo que encierra.
El guía habla sin prisa. Señala marcas en los muros, nombra a quienes pasaron por ahí. Nombres, fechas, batallas. También silencios. El roce de la ropa contra la piedra. La humedad que espera al fondo de los túneles. Las salidas ocultas, las posiciones estratégicas. Nada está puesto al azar.
No estás viendo ruinas. Estás caminando por donde pasaron soldados, órdenes, miedo. Se siente. En los pies. En la piel.
Luego, el cambio. La ciudad se va quedando abajo. La subida al Cerro de la Popa abre el aire y el ritmo. No solo es el punto más alto de Cartagena: es un lugar de pausa y de vista amplia.
Desde lo alto, Cartagena se despliega completa: calles, barrios, campanarios, mar. Todo a la vista. Todo ahí. El sonido también cambia. Se vuelve claro, lejano, limpio.
Y la vista impone. Te para. Te deja quieto.
En la cima, el convento. Huele a madera vieja, a flores secas y cera derretida. Dentro, calma. Fuera, sol que lo cubre todo. Un vendedor pela mangos. Una mujer se apoya en la baranda. A su lado, un niño mira los barcos y pregunta si alguno va a zarpar.
Y tú, con la mano haciendo sombra en la frente, vas siguiendo el contorno de la costa. No lo pienses mucho. Es una de esas visitas que hay que hacer.
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