Desde el agua, Menorca adquiere otra forma. Las calas no solo aparecen: se insinúan, como si esperaran a quien las contempla desde la distancia justa. Subir a bordo no es solo cambiar de lugar, sino de ritmo: dejar atrás la arena caliente, el bullicio de la orilla, y entregarse a otro tipo de silencio.
El trayecto serpentea por enclaves que parecen escondidos a propósito. Cala Rafalet, angosta y abrazada por roca viva; la isla del Aire, con su faro erguido y sus fondos llanos, detenida como si el tiempo allí tuviera otra velocidad. En Es Caló Blanc, el agua se vuelve cristal; y en Sa Mesquida o Illa d’en Colom, el silencio pesa tanto como el cielo abierto.
Durante la navegación, puedes acomodarte en el solárium, dejar que el aire templado roce la piel y que la música fluya sin invadir, como un rumor más entre las olas. Siempre hay algo fresco que beber y un bocado a mano, sin necesidad de pedirlo.
Si el cuerpo te pide movimiento, tienes múltiples opciones. Puedes zambullirte con el equipo de snorkel y dejarte llevar por lo que ocurre bajo la superficie: destellos entre algas, sombras que se cruzan sin prisa. O ponerte de pie sobre la tabla de paddle surf y avanzar despacio, en equilibrio, bordeando rincones que solo existen cuando uno los mira desde el agua.
La embarcación tiene espacio, sombra, ducha de agua dulce y, sobre todo, un patrón que conoce cada curva del litoral. Él marca el rumbo; tú decides cómo vivirlo.
Volverás a tierra, sí. Pero algo se queda contigo: algún leve resto de sal en la piel, y la certeza de haber tocado otra versión de la isla.